Rosetta, escrito en piedra.
En ciertos museos se exhiben
algunos objetos que exceden-por lo que representan como símbolos del acontecer
humano- la simple ecuación que articula la pieza puesta tras la vitrina y el
visitante que la contempla. Eso es lo que sucede en el Museo Británico de
Londres, ante la caja de cristal reforzado de 11 milímetros de espesor que
contiene la Piedra de Rosetta. Sin alejarnos de este documento-tallado en el 196 aC., en una placa de basalto negro
de 114 centímetros de alto y no más de 72 de ancho-, podemos hacer un
inevitable viaje en el tiempo que
comienza en Egipto, continúa en Francia y concluye en la capital inglesa.
Hallada en 1799 en el área del
delta del rio Nilo, a 200 kilómetros de El Cairo en el pueblo de Raschid-o
Rosetta-por un soldado de Napoleón durante su campaña de Egipto, la piedra fue
capturada más tarde, en 1801, por el ejército británico. Los ilustrados
franceses deseaban desentrañar el enigma egipcio. Los ingleses casi lo impiden.
Escrita en tres idiomas:
jeroglífico egipcio, demótico egipcio y griego-este último el idioma de los faraones Ptolemaicos-, su
desciframiento fue vital para la comprensión de la hasta entonces encriptada
historia egipcia.
Ubicada en un sitial de
privilegio, en el Gran Atrio de entrada a la Galería de la Escultura Egipcia en
el Museo Británico, la Piedra está señalada por un intenso haz luminoso dentro
de su burbuja de cristal. De modo que todos sepan que sobre ese fragmento
grabado un hombre, en nombre de todos los hombres, libró una épica batalla
intelectual para abrir las puertas de lo indescifrable.
Este hombre fue el francés
Jean-François Champollion-un erudito, un especialista en idiomas-que a la edad
de 9 años, aseguran, había aprendido perfectamente griego y latín y que más
tarde se hizo experto en persa, etíope, sanscrito, farsi y árabe. Champollion
tuvo que hacer su investigación sobre una copia de la piedra (la original ya
estaba en Londres), y en 1822-con la colaboración del estudioso británico Tomas
Young-descubrió lo que la piedra decía en sus tres lenguas. “¡Al fin lo he
logrado!”, exclamo, tras su ardiente investigación. Después, extenuado, cayó
varios días en cama.
En la Piedra de Rosetta hay
escrito un decreto de los sacerdotes de Memphis, en el que se establece la
obligación de honrar como a un dios al faraón Ptolomeo V, por la perfección que
su liderazgo le habría dado a Egipto. Para que la historia de la piedra sea
completa, debe evocarse otro museo, más modesto que el Británico, situado en el
4 rué des Frères Champollion, en la ciudad medieval de Figueac, departamento de
Lot, Francia, donde nació Champollion en 1790. En Figueac, al visitar el Museo
Champollion, se debe cruzar la enorme Piedra de Rosetta de la plaza des
Ecritures, que reproduce a la piedra original.
Además de manuscritos y documentos
relacionados con Egipto, se encuentran allí testimonios del trabajo que
Champollion desarrollo durante las dos
décadas más importantes de su vida.
En la Galería de la Escultura
Egipcia del Museo Británico, se puede recordar que no casualmente, los científicos
y filólogos agrupados para preservar 1400 lenguas antiguas (de los siete mil
idiomas conocidos) bautizaron a su iniciativa, justamente, como Proyecto
Rosetta.
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