¿Los diamantes son eternos?
Si mencionamos la palabra
“diamante” vienen a la mente ideas de sofisticación y la rápida asociación con
el sentido de algo valioso, muy valioso. La historia cuenta que un niño
flacucho de piel azabache, quien en 1866, caminaba por las arenas amarillentas
del rio Orange- Sudáfrica- tropezó con un guijarro muy grande y muy duro. Un
fabuloso diamante de 21 quilates (el quilate métrico equivale a 200mg o 0,2
gramos), cuya aparición implicaría el primer paso en la extracción de diamantes
en una región que ha llegado a dar las mayores piezas a nivel mundial.
Así fue como hacia finales del
siglo XIX comenzó una extraordinaria pasión por estas piedras duras y preciosas
cuya tradición ya había aparecido, como una curiosidad, en la India. En
1665 el viajero francés Jean Baptiste Tavernier describió el más
magnifico ejemplar conocido en aquellas latitudes: El Gran Mogul, un diamante
tallado que pesaba 240 quilates y que desapareció misteriosamente como en una
novela de aventuras sin final. Hay quienes sostienen que el diamante
Koh-i-noor-que pesa 106,1 quilates y constituye una de las joyas de la corona
británica- es un trozo del legendario Gran Mogul.
El nombre del diamante proviene
del griego “adamas” o “adamantem”, que significa “el invencible”; y en efecto,
ha sido utilizado con frecuencia para simbolizar lo eterno e infinito. Estas
cualidades provienen de algunas de las virtudes que se le adjudican a esta
piedra, algunas verdaderas y otras que habitan el territorio de las fantasías.
Sin embargo, el diamante es la sustancia más dura conocida; en la escala de
dureza de Mohs (que mide la dureza relativa en un baremo entre 1 y 10), el
diamante recibe el índice 10. Otra virtud es su resistencia al rayado.
Las dos características más
importantes de los diamantes son el brillo y el fuego de la piedra que devienen
de dos fenómenos físicos: la refracción y la dispersión. El índice de
refracción-que registra cuanto se desvían los rayos de luz-es ensalzado (o
eventualmente, “arruinado”) por el joyero tallista a partir de un complicado
proceso de exfoliación, aserradura, talla y pulimento que recibe el nombre de
arte lapidario. Este artesano talla las facetas de modo que cada rayo de luz se
refleje muchas veces antes de salir de la piedra. El índice de refracción es ligeramente distinto para color de luz; la
luz blanca se divide en componentes dando lugar a los brillos y fuegos
multicolores de los diamantes. La otra virtud es la dispersión, fenómeno que
registra la separación de los colores de
la luz blanca, de tal manera que la piedra, cuando ha sido cortada en forma
adecuada, centellea.
Mucha gente cree que los
diamantes deben ser transparentes. Es cierto que las mejores gemas son
transparentes; pero también existen piedras conocidas como “diamantes blancos”,
muy apreciadas. De menor prestigio son las piedras con un matiz amarillo o
castaño, que son las más comunes; verdes y azules, las más raras, y rojas, muy
inusuales. No se puede dejar de mencionar a los “diamantes negros” piedras tan
escasas como tremendamente valiosas.
Desde hace varias décadas han
proliferado diamantes de imitación, fruto de un complejo proceso industrial.
Son tan duros y bellos como los originales, pero carecen de dos propiedades
fundamentales. Los auténticos diamantes son transparentes a los rayos X y, al
ser buenos conductores de calor, son fríos al tacto. La temperatura, por lo
tanto, es una buena manera de probar la autenticidad de la piedra.
Entre los mitos esta aquel que
alimentó James Bond: “Los diamantes son eternos”, lo que no es cierto, pues
sometidos al calor, el diamante regresa a su estado natural: se carboniza. Sin
embargo, y haciendo caso omiso de esta contingencia, Marilyn Monroe alimentó el
mito de que “los mejores amigos de las mujeres son los diamantes”. Justamente
ella; el más bello y frágil de los diamantes.
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