Esos extraños sabores de helados.


 

En el mostrador de una heladería de Tokio, Japón se puede escuchar diariamente este increíble pedido: “Alitas de pollo arriba y pulpo abajo, por favor”.

El helado extiende sus dominios en el tiempo, el espacio y el sabor. El célebre postre de antiquísimo origen se sirve de un extremo a otro del planeta. Y, además, asume sabores insospechados, estrechamente asociados a los productos más característicos de cada tierra. Así, por ejemplo, cuando se apetezca un helado de “mate cocido con tres cucharadas de azúcar” se deberá dirigir a la heladería Jauja, en El Bolsón, provincia de Rio Negro. En el otro extremo, si lo que se pretende es un toque picante- mejor dicho: absoluta y escandalosamente picante-, enfilara sus pasos hacia México, país productor de helados a base del famoso chile, uno de los ajíes más picantes del mundo. Y, en tren de probar algo realmente exótico, se emprenderá viaje a Cafayate, en tierra salteña, para deleitarse con helados de vino Cabernet y Torrontés, además de frutos típicos de la región, como tuna, algarroba, cayote con nuez o chañar. Arroz con leche, lemon pie, chocolate marroc se puede encontrar en las heladerías de la Ciudad de Buenos Aires, las cuales llenan cucuruchos con sabores impensables en los veranos de hace más de una década.

Sin embargo, la historia de helado se remonta a tiempos muy lejanos. Aunque nadie ha podido establecer a ciencia cierta su origen, muchos ancestrales relatos de viajeros cuentan que los chinos ya lo elaboraban varios siglos antes del comienzo de la era cristiana. En un principio, el helado era más bien un refresco, una mezcla de jugo de frutas con nieve y hielo. Los turcos lo llamaron “chorbet” y los árabes “sharbet”.

Posteriormente, la bebida entró en Europa por el sur de Italia: muchos creen que fue la mano de Marco Polo, quien divulgó una receta traída de sus viajes por Oriente. En este país fue enriquecida con miel y nieve del volcán Etna, pasando a llamarse “sorbete”. Para esa época, la elaboración de los helados no era sencilla: además de tener que conseguir nieve, había que mantener la temperatura. Esto hacía que el delicioso postre fuera placer para unos pocos: reyes y miembros de las cortes europeas.

Según cuentan, fue un tal Francisco Procopio quien en el siglo XVII inventó una máquina que dio origen al helado tal como se lo conoce en la actualidad. El siciliano le agregó azúcar a las frutas y al hielo logrando una consistencia desconocida hasta entonces. Procopio abrió una heladería- Café Procope- en Paris, la primera en la historia del antiguo “sorbete”.

El helado llegó a Estados Unidos en el siglo XVIII Lo introdujo Giovanni Bosio en 1770, sirviéndolo en una cena de gala para las máximas autoridades del país. A mediados del siglo siguiente, Estados Unidos comenzó a elaborarlo industrialmente. Con el desarrollo y perfeccionamiento de los sistemas de refrigeración, los helados se hicieron cada vez más sabrosos y masivos. A fines del siglo XIX, era el postre más popular del mundo.

En Argentina no se produjo hielo hasta 1855. Hasta ese entonces era un artículo de lujo que se importaba de Inglaterra y de Estados Unidos. Los primeros comercios que sirvieron la versión más rudimentaria del helado-con hielo importado- fueron los ya desaparecidos “Café de Paris”, “Café Las Armas” y el bar “Del Plata”. Luego surgieron las heladerías-confitería, que servían el helado en copas altas de metal con una riquísima galletita, la llamada “lengüita de gato”

“Copellia” en La Habana; “Ristoro della Salute” en Roma; Berthillion en Paris. En cada capital del mundo se podrá identificar a la mejor heladería de la ciudad. Y, por lo general siempre se podrá descubrir un nuevo sabor.

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