El perfume de las horas.


 

El ser humano siempre ha estado empeñado siempre en medir el tiempo, algo tan intangible como real, valiéndose para ese fin del sol y la luna, la secreta dinámica del agua, la suavidad del aceite y la tersa predisposición de la arena. Estas alianzas provisorias con los elementos y el irremisible paso del tiempo le granjearon éxitos transitorios.

Fueron más juegos imaginativos que verdaderas apuestas a medir eso que parecía incalculable. La invención del reloj mecánico (por el siglo XV) dio tranquilidad a los espíritus racionales y finalmente pudo regirse por un orden artificial pero certero. Esa batalla ganada al tiempo, o al menos a su medición, no apartó de la mente del hombre los deseos de innovación. Construyó relojes gigantescos, los montó en torres inaccesibles compitiendo  con los campanarios. Los sacó del bolsillo del caballero y de la cartera de la dama, los puso en las muñecas burguesas, los colgó en gargantillas; los hizo grandes o cuadrados, pequeños, redondos y diminutos, de colores o transparentes; eliminó las manecillas, prescindió de los números, adornó sus cuadrantes con obras de arte…

El reloj abandonó esa preocupación inicial por la precisión y se trasformó en un objeto decorativo. Casi tanto, que algunos parece que ni siquiera dan la hora. En esta gimnasia lúdica, tan humana por cierto, no podemos dejar de extasiarnos ante la originalidad de los relojes de flores: son jardines y son relojes. La combinación genera un atractivo extraño.

Ejemplo de ello es el legendario Reloj de Flores de Viña del Mar, en Chile. Inaugurado para el Mundial de Futbol de 1962, tras casi cuatro décadas, el mecanismo se descompuso. Hace algunos años recuperó su tiempo gracias a la tecnología suizo-japonesa. Ahora, deja oír campanadas cada hora.

Cerca del principal aeropuerto de Guatemala, un gran reloj de flores se deja ver desde el cielo, para que los visitantes puedan apreciar la hora del país. Movido por una maquina francesa Lamy & Lacroix, el mecanismo es del siglo XIX y aun funciona. No se puede dejar de mencionar al imponente ejemplar de las Cataratas del Niagara o el de la bella Ginebra, Suiza-capital de la relojería-, en el llamado Jardín Ingles, cerca de la Catedral San Pedro.

Buscando en la memoria se puede encontrar el reloj de flores construido en la explanada central del pequeño anfiteatro de la Plaza de los Fundadores, en Colonia del Sacramento, Uruguay. Y también, en el parque de la Independencia de Tucumán- Argentina-, cerca del lago artificial , donde sorprende con sus tic tac un “reloj-jardín” autóctono, que en nada envidia a los del ancho mundo.

Y así como hay relojes de flores que buscan eternizarse en la tierra, los también perecederos, como los que suelen engalanar las fiestas de las flores. En las montañas chinas de Yunnan está el llamado Paraíso de las Flores. De allí salen millones de ramos para el mercado chino y para la exportación. Para hacer honor a tal producción, en cada edición de la Exposición Internacional de Horticultura construyen un característico reloj record de 20 metros de altura.

Entre el esplendor y el marchitarse de las flores, el tiempo deja de ser metáfora y es, simplemente, tiempo.

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